Sabores ancestrales
Estábamos en Potosí, Bolivia. Hacía una semana que habíamos cruzado la frontera junto a varios grupos de argentinos, ya habíamos hecho el tour por las minas cooperativas de plata, habíamos sufrido con ellos, aunque en el fondo pensábamos que si hubieran aceptado la ayuda del Che, ahora no estarían en esa situación. Solíamos comer en la zona céntrica, que era la más turística de una ciudad que aún no sabía lo que era el turismo. Queríamos huir del pollo frito con arroz y decidimos que era el momento de tener un almuerzo real entre nosotros tres.
Caminamos por las calles, bajo un sol que ni una sola nube ocultaba. Nos alejamos del centro mirando cada detalle de la ciudad, comentando las diferencias, riéndonos de algunos de los nuevos compañeros de viaje, opinando de alguna que otra cordobesa que habíamos conocido (todos eran cordobeses ese año en Bolivia) y desechando lugares porque no eran lo suficientemente autóctonos.
Aproximadamente una hora después de caminar azarosamente por Potosí, vimos en una esquina un cartel escrito con tiza blanca que anunciaba platos típicos: pique macho, salteñas, algún guiso. Adentro, unas mesas vacías esperaban comensales. Entramos.
Al fondo, una puerta abierta daba a un patio del que salían algunas voces. Nos sentamos en la mesa del centro, mirando a la puerta de salida, y esperamos con la condescendencia de universitarios relativistas culturales.
Las pocas mujeres que nos habían atendido hasta el momento no solían hablarnos mucho, tímidas. Aparecieron una señora y la que creímos su hija. O sobrina. Sonreían, como todas, pero nos miraban al hablar. La madre nos explicó los platos, todos recomendables. Pedimos una gaseosa y una cerveza.
Pablo y yo nos decidimos por el «Pique Macho». Esteban, cauteloso, decidió probar un plato con un nombre que no incluía amenazas. Esperamos tranquilamente,solos en el restaurante. Nos sirvieron la Fanta, la cerveza y unos panes y seguimos esperando, planeando los próximos pasos del viaje.
Se seguían escuchando ruidos del fondo y la comida tardaba. Pero éramos jipis y pacientes. El día era nuestro. Por fin llegaron los tres platos, enormes, repletos de comida. Habíamos encontrado el lugar perfecto, lejos de otros turistas (con ese apego que tiene el turista de intentar alejarse de los otros).
Sabíamos que lo de Pique Macho venía por algo, así que probamos cautelosamente, pero no había picor en ese primer bocado. Recién empezábamos el almuerzo y de tan felices que estábamos, Esteban dijo de sacarnos una foto.
Por eso aún se puede ver en todo su esplendor la cara de Pablo un segundo después de haber tenido un encuentro cercano con el rocoto. El pan llena su boca y mira desesperado a un costado mientras yo sonrío a la cámara. Su plato quedó intacto. No pudo probar nada más. No se le fue el rojo de la cara hasta bastante entrada la tarde. Yo me cuidé, sacando de mi plato todo lo rojo, hasta que sobre el final, creyéndome canchero, confundí un tomate con uno de esos ajíes. Nunca fui valiente, así que en cuanto sentí que mis labios se dormían lo escupí (Pablo lo había masticado y tragado). No pude hablar por dos horas. Pedimos la cuenta, que además fue un asalto para nuestros bolsillos adolescentes. Volvimos al hotel con cierta sensación de haber sido derrotados por las culturas milenarias.
Esas culturas milenarias que habían aprendido cómo reírse de los turistas que buscaban lo auténtico.